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Anónimo
2023/11/20 (Lun) 13:50:18
No. 2043
Si alguien merece el título de rey de los Juegos Parapanamericanos Guadalajara 2011 ese es Armando Andrade Guillén, nadador mexicano de 16 años que obtuvo ocho medallas: cuatro oros, tres platas y un bronce en su primera participación en una justa continental. En la natación, México concluyó en segundo lugar, detrás de Brasil, con un total de 60 metales, de los cuales 20 fueron de oro, 21 de plata y 19 de bronce. Andrade forma parte de la nueva camada de jóvenes –Vianney Trejo, Enrique Reyes y Gustavo Sánchez– que pusieron al país como potencia continental en este deporte. Además, cuenta con amplias posibilidades de tener una participación exitosa en los Juegos Paralímpicos de Londres 2012, donde la delegación azteca aspira a 24 plazas, el doble de las que se tuvieron para Beijing 2008. El joven tritón obtuvo preseas doradas en las pruebas de 100 metros estilo libre (1 minuto 04 segundos 28 centésimas); 100 metros mariposa (1 minuto 08 segundos 22 centésimas); 200 metros combinado individual (2 minutos 38 segundos 86 centésimas), y 50 metros libre (29 segundos 74 centésimas). En todas implantó récords panamericanos. Las tres platas las ganó en 100 metros pecho individual y como miembro de los relevos 4x100 metros libre y 4x50 metros libre, mientras que el bronce cayó en la prueba de 4x100 metros relevo combinado. Para Guadalajara 2011, el nadador sólo tenía programadas cuatro competencias en la modalidad individual, pero sus excelentes actuaciones hicieron que los federativos lo incluyeran en los equipos de relevo. “Los Parapanamericanos representaron la coronación de muchos esfuerzos. Yo fui sincera cuando tuvo el accidente. Le dije que su brazo nunca iba a salir y que debía aprender a hacer con el brazo derecho lo que antes hacía con el izquierdo. Se esforzó y lo hizo. Esa fortaleza se hereda, se transmite. Creo en la educación por imitación. A mis hijos siempre les he dicho: ‘Si ustedes no se rinden yo no me rindo. Si yo no me rindo ustedes tampoco’. Y está probado que él se convierte en otro ser cuando se avienta al agua”, reflexiona Bertha. Tragedia La devoción por nadar se la inculcaron sus padres a Armando y sus hermanos desde que en 1996 dejaron la Ciudad de México para mudarse a La Paz. Armando y su gemelo, Alberto, tenían apenas un año; aún no sabían caminar y ya pataleaban y se mantenían a flote en las aguas de la bahía. Cuando los niños estaban a punto de salir del kínder, su hermano mayor, José Carlos, tuvo que viajar a San José del Cabo donde disputaría un partido de futbol americano con Frailes, equipo en el que ya tenía algunos años jugando. Los entrenadores invitaron a las familias a que acompañaran a los jugadores. Todos se trasladarían en un camión de la Academia Estatal de Policía que habían rentado. Volverían a casa después del encuentro. Bertha no pudo ir con su esposo e hijos, pues se quedó al frente del negocio de pollos adobados que les daba sustento. Cuando venían de regreso, el chofer del camión Ubaldo Vizcarra se empeñó en tomar la carretera de San José, que es la más larga y peligrosa. Nadie pudo persuadirlo de viajar por la que va de Cabo San Lucas a La Paz. Como a las ocho de la noche Bertha comenzó a angustiarse. Su familia no había regresado. Trataba de comunicarse con su esposo por teléfono móvil, pero la llamada no entraba. Intentaba tranquilizarse pensando que no había señal en la carretera. Casi a las 11 de la noche, por fin, su esposo Juan Manuel la llamó. El hombre no hallaba cómo explicarle que a la altura de Santa Rosa, el chofer perdió el control y el camión se volcó. No sabía cómo decirle que José Carlos tenía una tremenda herida en la cabeza que lo dejó bañado en sangre y que en cada centímetro del cuerpo de Alberto había miles de diminutos trozos de vidrio encajados. Buscaba cómo contarle que Armando estuvo atrapado en la oscuridad del monte, entre la tierra y los cuerpos, hasta que fue rescatado. “Dice mi marido que oía los gritos de mis hijos y que Armando le decía que le dolía el brazo porque nunca perdió el conocimiento. Mi esposo trataba de desenterrarlo y le limpiaba la tierra de la cara. Le decía que no hablara para que no se tragara la tierra. Los rescatistas rompieron las ventanas y por ahí sacaron a los niños y a los demás, pero para sacarlos a ellos tuvieron que usar gatos hidráulicos para levantar el camión. Dice mi esposo que cuando alzaron el camión se dio cuenta que el brazo de Armando estaba deshecho”, narra. Ya sin su brazo izquierdo, Armando permaneció 72 horas en terapia intensiva. Su familia rezaba para que pegara en el muñón un injerto de 10 centímetros cuadrados de piel que los médicos extrajeron de la pierna izquierda. “Cuando ya estábamos por cumplir las 72 horas fue casi como si hubiera vuelto a parir a mi hijo. Esperar otra vez el parto, que nazca bien y todo esté en su lugar. Fue como ir a dar un paseo al infierno. No comí. No tomé agua. No podía moverme de donde estaba. No podía separarme un segundo de él porque decía ‘si se muere quiero estar aquí’. Quienes lo atendieron ahí fueron unas pediatras que no se cómo pueden ser médicos de niños. Les falta ante todo calidad humana. Yo estaba llorando cuando mi hijo todavía estaba inconsciente y una de ellas me dijo: ‘Guarde sus lágrimas para ahorita que lo tenga que llevar a enterrar’. Le dije: ‘Mírame a los ojos, mi hijo va a salir de aquí caminando’. No sé quién era ella. Ya olvidé su rostro y su nombre”. Durante un mes Armando permaneció internado en el hospital Salvatierra. A los 15 días, comenzó a sentirse mejor. Estaba tan contento que le dijo a su mamá que le hiciera una fiesta para celebrar que no había muerto. El doctor Abaroa autorizó que se usara uno de los jardines del nosocomio para que recibiera a sus compañeritos del kínder que le llevaron fruta, gelatina y pastel. El niño bajó en una silla de ruedas todavía con una bolsita de sangre conectada con una pequeña manguera a su vena. “Los niños se le acercaron y le preguntaban: ‘¿Qué te pasó? ¿Qué es eso? ¿Dónde está tu brazo?’. Y las mamás en los rincones lloraban. De pronto Armando les dijo: ‘¿Por qué tanta tristeza si esto es una fiesta? Les voy a contar un chiste…’ “Ese momento fue muy significativo. Creo que cuando naces guerrero lo demuestras desde chiquito. Yo nunca he visto llorar a mi hijo por lo que le pasó; por otras cosas sí, pero por eso nunca. Quien lo vivió lo va a recordar como un ejemplo de fortaleza.” Humillaciones, amenazas... Hasta que el médico dio de alta al niño y el personal de administración le pasó la cuenta a la familia, Bertha pensó por primera vez quién debía pagar esa suma que hoy ya ni recuerda a cuánto ascendía. Aunque el chofer era empleado del gobierno estatal, nadie asumió la responsabilidad. Bertha y su esposo juntaron 6 mil pesos. Los papás de los jugadores de Frailes y los de los compañeritos del kínder cooperaron para costear los gastos del material para atender al niño. No había más. Entre el cuidado de sus otros hijos y el de Armando, Bertha y su esposo descuidaron el negocio familiar. Ni lo atendían ni fueron a sacar sus cosas que después les embargaron quienes les rentaban el local. “No teníamos dinero ni para la navaja que le iba a cortar la piel para el injerto. Los primeros tres días se le ponía cada ocho horas una ampolleta que costaba mil pesos. Tuvimos que pagar la incineración del brazo y nos entregaron una constancia. Ahí tenemos las cenizas todavía. Pagamos la cuenta y saliendo del hospital, aún con el impacto de la situación, nos preguntamos quién se iba a hacer responsable de tantos daños.” Nadie dio la cara.